Pablo Emmanuel
Velasco Maldonado*
Al mirar hacia
atrás, en los vastos paisajes que la arquitectura ha trazado a lo largo de los
siglos, vemos no solo un reflejo de las formas construidas, sino también la pulsación
de las inquietudes humanas. Cada piedra, cada arco y cada fachada parecen
llevar consigo las preguntas y anhelos de su tiempo. Sin embargo, el trayecto
que nos lleva desde el eclecticismo hasta el funcionalismo no es una línea
recta. Es un camino sinuoso, lleno de contradicciones, de luchas entre
tradición y modernidad, de olvidos y redescubrimientos.
El eclecticismo
del siglo XIX, con su mezcla de estilos, parecía más un eco de grandezas
pasadas que una respuesta a las necesidades de un mundo industrial en
expansión. Al mirar hacia atrás, uno se pregunta: ¿acaso esta mezcla de formas
era un escape del presente? ¿Una réplica vacía de lo que ya había sido? Luego,
el Art Nouveau irrumpió, abrazando la naturaleza y lo orgánico, su propuesta:
curvas naturales y un ornamento vivo. Ningún otro arquitecto lo encarnó mejor
que Gaudí, cuyas formas parecían desafiar e innovar no solo a la ingeniería,
sino también a la razón de su época. Sin embargo, su final fue irónico, al ser
atropellado por un tranvía mientras trabajaba en su gran obra, la Sagrada
Familia, que, como su propio genio, quedó inconclusa. En vida, Gaudí fue visto
como un excéntrico, pero como suele suceder en el arte, el reconocimiento llegó
demasiado tarde. Quizá, como diría la poeta Yourcenar, "el tiempo es el
gran escultor". Al final, no fue el tranvía lo que lo inmortalizó, sino el
lento cincel de los años.
La Escuela de
Chicago, por otro lado, no solo rompió con el pasado, sino que también innovó
estructuralmente de manera radical. Aquí nacieron los primeros rascacielos,
gracias a los avances en el uso del acero y las técnicas de construcción de
estructuras de esqueleto. Los edificios dejaron de ser monumentos macizos y
pesados, para convertirse en livianas torres de metal y vidrio que se elevaban
hacia el cielo. Esta nueva libertad estructural permitió un crecimiento
vertical antes impensable, sin embargo, con ello vino también la
homogenización, en su búsqueda de funcionalidad y eficiencia, muchos de estos
edificios se despojaron de su identidad estética, comenzando un camino hacia
una arquitectura que, aunque innovadora, empezaba a parecerse demasiado a sí
misma.
Finalmente, el
funcionalismo llegó como la respuesta definitiva, eliminando todo lo superfluo
en busca de la pureza. “La casa es una máquina para vivir,” proclamaba Le
Corbusier, y con ello, la arquitectura se redujo a lo esencial. Pero, ¿Acaso,
la vida es solo función? En su afán de resolver los problemas prácticos, el
funcionalismo dejó poco espacio para el alma y la poesía, las que se expresan
en las formas. Se resolvieron muchas necesidades, sí, pero también se perdió
algo en el camino.
Febrero 2025
*Estudiante de
arquitectura, X trimestre. UAM Xochimilco
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