De la tierra al cielo, cinco arquitectos mexicanos bajo la lupa de Elena Poniatowska. Por Alejandro Ochoa Vega

Cuando se conoce la obra periodística y como escritora de Elena Poniatowska, y se encuentra uno con su más reciente libro, donde reúne entrevistas a cinco arquitectos mexicanos, vale preguntarse, ¿por qué ellos? Y ella misma nos contesta:

Los arquitectos reunidos en este libro tienen una manera singular de defi­nir y redefinir los espacios, porque cada uno ha impuesto un estilo único al lenguaje arquitectónico mexicano. El libro surge de entrevistas hechas a lo largo de los años, a estos cinco arquitectos fundamentales para nuestra tierra. Pretende ser un homenaje a los creadores de muros, casas, edifi­cios públicos y privados, una constancia de la nobleza de las casas de nuestro país, porque si algo une a los cinco -además de su devoción al arte- es el amor a México, a sus materiales, a sus paisajes, a sus necesidades físicas y emocionales. Los cinco son pilares de nuestra arquitectura y su influencia marcará el futuro de novicias y novicios que entregaron su vida a techos, dinteles y escaleras.

Para Luis Barragán, la casa cotidiana resultó tan sagrada como la ermita en la que entramos a rezar. Teodoro González de León es “el poeta del concreto”. La obra de Andrés Casillas transmite su amor por la libertad. A Diego Villaseñor, los pescadores mexicanos le dieron sentido a su obra: el de su humildad, el apego al mar, al agua, a la palmera. Y hasta llegar al más joven, dinámico, atrevido y realista, Francisco Martin del Campo, a quien no lo amedrentan los rascacielos al poniente de la Ciudad de México.

Una selección de creadores de distintas generaciones, escalas y búsquedas donde a través de preguntas, comentarios y hasta bromas, la autora logra rescatar a­firmaciones y conceptos que explican intenciones y características de sus propias obras. La palabra del arquitecto como esencia de un discurso, que lejos del lugar común de decir que los arquitectos hablan con sus trazos y obras, permite entender aún más, desde las ideas, conceptos que de­finen los proyectos arquitectónicos. Entre algunas de las a­firmaciones que sorprenden, destacaría en primera instancia esta de Barragán:

A la arquitectura de los grandes conjuntos le falta imaginación; los arquitectos levantan cajones o jaulas. A mi si me hubiera interesado muchísimo hacer grandes conjuntos de residencias o caseríos de interés social, sin embargo nunca me buscaron, nunca tuve suerte en ese sentido; no solo me interesan las plazas y los jardines, también me interesa encontrar una solución más humana, más en proporción con el hombre para no enjaularlo, disminuirlo, neurotizarlo.

Y cierra el capítulo sobre este gran arquitecto la autora, pintándolo de cuerpo entero:

Dentro de la inmaculada blancura barraganesca del recogimiento, se levanta una sensualidad afi­lada y diabólica, una mezcla de re­finamiento y de misticismo, de perversión y de pureza que son la esencia misma de Barragán, ese hombre torturado que podía tomarse por un santo, un camello que atraviesa el desierto, un monje profano, un actor del Siglo de Oro, un judío errante, un sheikh de Arabia, bello, alto, inquietante, como el más recóndito, el más perverso príncipe de las tinieblas.

En cuanto a Teodoro González de León, arquitecto ya formado en las ideas del Movimiento Moderno del siglo XX, Poniatowska rescata anécdotas de su formación en San Carlos, con maestros como Mario Pani o José Villagrán, de su participación signifi­cativa en el Plan de Conjunto de Ciudad Universitaria y de la beca obtenida, al concluir sus estudios, para irse a París a trabajar con Le Corbusier. Se destacan sus intereses diversos, el gusto por la lectura, el arte, los museos y los viajes, además del cuidado por su alimentación y el ejercicio, que le permitió llegar a los 90 años, activo y con gran energía.

Con Andrés Casillas, Elena inicia declarándole su amor, admiración y cariño, desde múltiples conversaciones donde México, la familia y la arquitectura han sido temas recurrentes. Después ella calla, y el arquitecto inicia un monologo apasionante donde da cuenta de una vida azarosa con múltiples viajes, por Europa y otros lugares exóticos de oriente, de su formación como arquitecto tanto en la escuela de arquitectura de Guadalajara, fundada por Ignacio Díaz Morales, como en la Nacional de la UNAM. De su trabajo en diversos despachos de arquitectos, en México y en el extranjero, y sobre todo de su relación con Luis Barragán quien era amigo de su mamá y que desde los 8 años tuvo en él un apoyo y referencia signifi­cativo, incluso fi­rmando los dos algunos proyectos. Y se cierra el capítulo de manera elocuente, a­firmando:

A lo largo de mi vida he construido nueve casas para mí (en Guadalajara, Cuernavaca y la Ciudad de México); en todas he intentado saber cuál sería mi morada, esa a la que quieres llegar después de un largo día, la que te cobije -no al arquitecto sino a Andrés Casillas-, donde pueda yo conversar con los amigos, leer, escuchar música, compartir una copa, reír y llorar. Todas han sido mi laboratorio a cuestas. Como un caracol que carga con su casita, he ensayado en ellas la luz y la penumbra, los jardines y las proporciones exactas para cocinar, descansar o darse un buen baño.

A Diego Villaseñor Elena le pregunta:

¿Qué jardín eres tú y cuál es tu herencia?, y él le contesta:

Cuando yo le entro a la costa, ¿de quién voy a aprender? De los pescadores, de los pueblitos pequeños, de Mexcaltitlan, de Guadalajara y de cómo vive toda la gente en la costa del Pacifi­co, que es diferente a la del Atlántico, aunque tiene similitudes.

Arquitecto ligado a la naturaleza, al mar, a las vistas espectaculares, a los materiales del lugar, a las tradiciones que tanto enseñan. Discípulo de Candela y Esquerra, pero sobre todo de Luis Barragán y Chucho Reyes, con quienes fuera de cátedras, convivió y compartió sabrosas conversaciones y que tanto le dejaron. Apenado que le publicaran un libro con sus obras, “tan ostentoso” según sus palabras, pero a la vez orgulloso, porque gracias a él se demuestra… que a pesar de no tener maestrías en Harvard ni nada de eso, y provenir solo de la UNAM, puede hacer una obra valiosa.

El último arquitecto del libro, el más joven, Elena a­rfima:

Las ideas de Francisco Martín del Campo nunca se remontan al pasado, siempre van hacia el futuro. Sus edifi­cios son el non plus ultra de la modernidad. Como el mismo lo asienta: “Tomas lo bueno, lo transformas, lo evolucionas y haces algo actual porque vivimos en este siglo y tenemos que aprovechar todo lo que sucede, toda la tecnología que avanza, los nuevos materiales, tenemos una oportunidad fantástica hoy día para hacer lo que nos dé la gana porque lo que se te ocurra lo puedes hacer y antes no se podía

Al ­final, con este recuento de lo dicho por estos cinco arquitectos mexicanos del siglo XX y lo que va del XXI, Elena Poniatowska se acerca con naturalidad y frescura, como todo lo que ella hace, para dejarnos un libro, no de arquitectura, sino de personas, que desde la poesía o el más claro pragmatismo, han dejado una huella, en el paisaje cultural construido contemporáneo.

Septiembre de 2019.



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