Recientemente
escuché decir a Carlos González Lobo que la
composición en la arquitectura no es otra cosa que una secuencia de
significantes, esto es, una serie de elementos ordenados con un propósito
tal que al recorrer los espacios en donde fueron dispuestos, generan al usuario
un cumulo de experiencias y sentimientos únicos. Esta teoría de la composición
nos habla de un factor que muchas veces no consideramos al momento de diseñar:
la subjetividad, y es que para integrar nuestros diseños al contexto debemos
por obligación incorporar nuestro espíritu creador, ordenar los espacios
imaginando siempre que es lo que queremos transmitir.
En el
arte, el creador siempre busca transmitir “algo” a través de su obra, entonces,
si consideramos a la arquitectura como un arte, este debiera ser el propósito
principal de nuestras obras, más que el de satisfacer solo necesidades
primarias (que por supuesto están implícitas en los procesos de diseño, al
menos en teoría).
Estas ideas
abandonadas a principios del siglo XX gracias al surgimiento del movimiento
funcionalista, fue reinterpretada y puesta en práctica muchas veces con éxito,
otras no tanto; pero un arquitecto mexicano fue capaz de elevar al nivel más
alto el sentido mismo de esta teoría: Luis Barragán.Ya se ha leído muchas veces
y en varias publicaciones la exaltación del valor estético y emocional que
generan los espacios propuestos por este arquitecto jalisciense, sin embargo no
deja de admirarnos la manera en que concebía los espacios, y para muestra
tenemos su proyecto más ambicioso: Los jardines del pedregal, aunque no es el propósito principal de este texto.
Escalera de la biblioteca, casa - estudio de Luis Barragán
Fuente: www.casaluisbarragan.org
Al
paso de la carrera de arquitectura y en general de la vida, existen momentos
que te cambian los paradigmas, o los fortalecen; así, visitar y recorrer la
Casa-Estudio Luis Barragán supone un parteaguas en la visión y en la
experiencia kinestésica de todo ser sensible, y consciente del lugar en que
está habitando, ese fue mi caso.
La
experiencia que provoca recorrer un
espacio diseñado por Barragán es, como leer un buen libro: al principio
lo compras por el título, pero su trama comienza a ser más interesante conforme
se recorren las páginas, hasta que el clímax te invita a comenzar de nuevo. Así
la casa de Luis Barragán te envuelve en
sus tonos rosados y amarillos matizados siempre en muros blancos, escaleras que
hablan de intimidad y otras que te invitan a flotar, vanos que proponen diferentes
sensaciones conforme juegas con sus aberturas. También, jarrones que expresan
esa necesidad de sentirnos identificados con algún valor y nombrarlo nacional,
muebles con dimensiones distintas a las convencionales que obligan a hacer
reverencia a la casa, cada vez que intentas levantar algo de su superficie. Juegos
de luz que lanzan un discurso en el que el protagonista siempre es el reflejo o
el imite del haz, jardines que invitan a la comunión y a admirar la
majestuosidad de la naturaleza, pinturas y objetos de carácter personal
dispuestos de forma aparentemente circunstancial, que evocan a ese carácter de
mimetización del entorno. Y es que se dice de Barragán que por su afán de
ordenar cosas en los espacios era un escenógrafo, pero más que eso yo lo consideraría
un poeta visual, ya que armoniza con esos elementos que pueden ser desde una
pintura de Orozco hasta un Facistol, con el único fin de transmitir las
sensaciones que el experimentó al crear cada espacio.
Es por eso que en este texto hablo más de lo que Barragán produjo en mí, que de lo que aparece en la página web de la casa:
“No miren lo que yo hice, miren
lo que yo vi”
Luis Barragán, discurso del premio Pritzker,
1980
Junio, 2014
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