Coincido con quien piensa que la enorme cantidad de dinero invertido en un Monumento al Centenario y Bicentenario de la Independencia y la Revolución es un despilfarro, sobre todo en tiempos del empobrecimiento mayúsculo de más de la mitad de los mexicanos. Sin embargo me interesa plantear aquí lo aberrante de descargar la rabia que genera esta desviación de recursos, sobre la persona del arquitecto autor de este proyecto. Por supuesto, como para todo proyecto, hay quien piensa que está bien o está mal, de acuerdo a sus preferencias estéticas e incluso hasta políticas en este caso. Para mí, en efecto, la promoción de llevar a la construcción un monumento de este orden es más que todo, un intento de legitimación de un gobierno que no la ha tenido desde el inicio de su gestión. Pero lo que resulta incómodo es que todos estos aspectos negativos resulten vinculados con la tarea que honestamente emprendió el autor del diseño después de haber resultado ganador del concurso convocado para el caso. Y aquí se hace presente un aspecto lamentable del quehacer de los arquitectos en México: la poca formación del común de los pobladores sobre cuál es el papel de nosotros en la conformación de la ciudad y peor aún, la carencia de un espacio sostenido de discusión, de lo que acontece en este campo todos los días. La arquitectura no forma parte de las reflexiones de los pensadores más influyentes de nuestra sociedad y los arquitectos ni intercambiamos públicamente nuestras ideas ni hemos sido capaces de hacer notar la importancia de nuestro trabajo en la generación de los lugares en que se desenvuelve a toda hora la vida de los seres humanos.
La desinformación es evidente en la polémica que este proyecto ha generado. El concurso se realizó por invitación a treinta y siete oficinas de arquitectos mexicanos seleccionados por el comité organizador del mismo, sin que se conociera el criterio de selección. No se sabe cómo pero el lugar donde se realizaría la obra fue definido por el comité organizador que así lo presentó en la convocatoria correspondiente. La invitación fue hecha para diseñar un arco de entrada a la ciudad, al modo en que se hacía en otros tiempos, como el que se construyó efímeramente para recibir a Madero cuando llegó a la Ciudad de México el 7 de Junio de 1911. La idea de un “arco” fue discutida por los arquitectos participantes que llegaron a un acuerdo con el comité organizador para admitir otras geometrías. Se solicitó un anteproyecto cuyas tres láminas de dibujos y una maqueta por cada equipo fueron expuestas en la plaza del lugar donde se llevaría a cabo la obra. A esta exposición asistió solamente el presidente de la república, el comité organizador, los miembros del jurado que calificaría las propuestas y uno que otro periodista. El jurado estuvo compuesto por arquitectos mexicanos y extranjeros y por representantes de los órganos gubernamentales que intervinieron en proceso previo. Todo lo anterior refleja lo que ha sido común en México: la falta de participación de la sociedad en la toma de decisiones en temas que afectan rotundamente a su entorno, cosa que es totalmente diferente en otros países donde un tema como este se discute públicamente y en todos los medios para lograr un consenso mínimo sobre el resultado esperado.
El hecho es que ahora, una vez realizada la obra, el responsable de este desastre urbano, como lo califican casi todos, es el arquitecto. Se dice que es un proyecto simplón, cuando la idea era fácilmente clasificable dentro de la línea minimalista de la arquitectura contemporánea. Dos placas abstractas sin ningún tratamiento que les diera otra significación más allá de su presencia; algo así como las Torres de Satélite de Goeritz-Barragán. Este principio fue distorsionado tempranamente al modificarse diversos requerimientos durante el desarrollo ejecutivo del proyecto. El autor, Cesar Pérez Becerril, ha hecho una denuncia pública de las irregularidades de este proceso que esconden la enorme corrupción que estuvo detrás de la obra, como el hecho de que se haya designado como responsable del mismo al Ejército, una entidad totalmente ajena a la gestión y ejecución de obra pública en el país. Las dos placas se convirtieron en un ridículo anuncio de las Vegas, con su retícula de luces que permiten mensajes luminosos.
Se dice también que no refleja la identidad nacional. La cuestión sería saber si alguien puede definir qué o cómo se representa sin equívocos la identidad nacional. La identidad de las obras arquitectónicas se genera con el tiempo. Es la sociedad la que al paso de los años desecha o incorpora a su bagaje de símbolos lo que le parece significativo para sus imaginarios colectivos. También se señala que no se adapta a su entorno, un entorno que se ha modificado aun antes de terminarse la obra, lo cual nos dice que la autoridad que regula la conformación del mismo no ha tenido la precaución de proteger la condición que hubiera permitido una mejor presencia del proyecto en ese sitio.
Finalmente, todo lo anterior refleja que nuestra profesión está mal evaluada, no es comprendida y se encuentra muy alejada del conocimiento que todo mexicano tiene de lo que es su cultura. Salvo algunos sitios prehispánicos, la gente no conoce nada más de la riqueza arquitectónica de México, esto no se enseña en la escuela primaria, ni en la secundaria ni en el bachillerato. Somos una sociedad analfabeta en términos de arquitectura y los medios de difusión de la cultura no se ocupan de la misma salvo como en este caso, para denostar a uno de nosotros y al gremio en general. Nunca será tarde para modificar esta situación.
Enero, 2012
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