Mamani y el espejo de la modernidad

 

Mamani y el espejo de la modernidad

Javier Caballero Galván*

 

Cruzar el espejo que la modernidad nos ha impuesto, no parece ser una alternativa viable para los pueblos que ven en él su propia imagen devaluada. Sin embargo, el arquitecto aymara Freddy Mamani, nos demuestra a través de sus edificios y de su enorme creatividad, que no sólo es posible atravesarlo sino estrellarlo en nombre de la dignidad.

 


Freddy Mamani es un arquitecto, ingeniero y constructor aymara que decidió traspasar el “espejo” de la modernidad. Un acto que, desde mi perspectiva, es el resultado lógico de la resistencia que ha ejercido un pueblo al que a sangre y fuego se le ha intentado grabar en el rostro el signo de la subordinación. Hoy, sino de manera general, muchos indígenas bolivianos se colocan delante de este “espejo” para mirarse en la lucha y recordar que no se puede vivir sin dignidad. Por ello los edificios que Mmani diseña y construye, conmueven e impactan, justo porque se está delante de una afrenta espacializada; una obra que desafía no sólo al paradigma arquitectónico promovido por la academia, sino a toda una ideología que ha intentado convencernos de que aceptar el lugar en el mundo que la modernidad nos ha asignado, es el único horizonte posible. Se trata sin duda de un manifiesto que no puede pasar desapercibido, justo porque señala asertivamente la descentralidad del lugar de enunciación dominante hasta ahora localizada en el sujeto moderno.

Este “espejo” al que nos referimos, es una metáfora interesante del efecto ontológico que ha producido la modernidad. Como sabemos, el proceso de imposición civilizatoria europea que ha operado en el territorio americano durante más de 500 años no sólo ha consistido en la explotación de la naturaleza y de la fuerza de trabajo local, sino que ha construido un sistema social perfectamente articulado sobre la base de un sujeto “superior”. Me refiero al sujeto moderno, a esa abstracción conceptual que se materializa a través del color de la piel, del dato sexual, del dato cultural o religioso y que permite controlar sus dividendos. En este sistema, el sujeto moderno es “superior” per se, y no existe mayor explicación; todo aquel que no sea moderno, es inferior y no hay forma de modificar este principio elemental.

Aunque hoy puede parecernos completamente absurdo, las prácticas sociales contemporáneas nos desmienten y nos demuestran que se trata de un principio vigente. Una permanencia extraordinaria porque la tesis por sí misma es sumamente frágil: ¿por qué este sujeto es superior? ¿Por qué su superioridad óntica tiene como base el dominio material? ¿Por qué es superior el color de piel blanco? ¿Por qué el arte burgués, blanco y masculino es mejor que la “artesanía” indígena? Así que sabiendo que preguntas tan ingenuas cimbran con facilidad el edificio de una organización social absurda, se optó por construir un referente marginal que fuera consciente de su propia irrelevancia existencial. En otras palabras, se produjo un “otro” automáticamente inferior, al que no se tuviera que estar convenciendo de ello: que simplemente lo fuera y lo supiera.

La estrategia se fue encontrando gradualmente en el proceso mismo de modernización, pues se descubrió que, a los sujetos no europeos, no blancos, no hombres y no burgueses se les podía extraer con facilidad su propio trabajo; una acción que los vaciaba y los dejaba sin contacto con el mundo que producían. La enajenación fue y ha seguido siendo, el principal instrumento de la colonización y del proceso de aculturación más eficiente, justo porque se trata de un fenómeno que pone delante de los explotados el “espejo de la modernidad”, es decir,  la devolución de una imagen devaluada y fragmentada de sí; una imagen que los coloca por debajo de aquel ser inexplicablemente “superior” que los flagela y les impedía comprender por qué es este el lugar que les corresponde. Este efecto especular ha generado con el tiempo la frontera que separa la zona del ser de la del no-ser, si gustamos remitirnos al pensamiento de Fanon, o bien, a la línea abismal, que escinde la existencia relevante de la no existencia, si preferimos recurrir al pensamiento de De Sousa Santos. En cualquiera de ambos, el “espejo” es un dispositivo de control que bloquea la mirada hacia adentro y hacia afuera, y produce un sin sentido que impide comprender que existen dos zonas. Y es que justamente de eso se ha tratado la estrategia, de impedir que el que está del otro lado de la línea (el marginado y excluido) sea incapaz de concebir tanto su lugar de enunciación como la posibilidad de trascenderlo.

La arquitectura es por ello un ejemplo excelente de este proceso. Por un lado, es una actividad que depende completamente de la especialización técnica y artística; y por el otro, se trata de la materialización de los códigos que el sistema de exclusión reproduce. En efecto, los trabajadores que la hacen posible dejan de sentirla como suya porque sin saberlo son despojados de los códigos necesarios para hacerlo; espacio sin significado es un espacio lleno de nada. La ilegibilidad de lo habitable produce la extrañeza que es constitutiva de ese “otro” moderno.

Ahora bien, ¿de qué forma estos códigos son sustraídos? ¿existe forma de evitarlo? Un factor necesario para ello podría ser evitando que los productores sean despojados de su trabajo, cosa que se antoja compleja dentro del modo de producción capitalista. Pero existe un atajo que bien podemos promover, a saber, la responsabilidad académica, la obligación de concientizar y concientizarnos del efecto que causa la rigidez del paradigma disciplinario, esto es, de una práctica que se niega a reconocer que existen otros saberes y otros valores que la forman; narrativas que pretenden negar la diversidad de la arquitectura porque no se aceptan las historias, tradiciones y estilos de vida que se encuentran fuera de la modernidad.

En este sentido, la academia arquitectónica puede ser tan severa como las demás, pues concibe una sola forma de producir su objeto de estudio y no admite ni variaciones ni confusiones. Y es comprensible porque mucho le ha costado sistematizar un oficio que de alguna manera no ha dejado de serlo; porque la arquitectura nació siendo eso, un oficio que poco tiene que ver con la formación rigurosa y técnica que se impone en las aulas y en los tratados.

Tenemos que comenzar por reconocer que la propia academia se ha encargado de ir marginando a los trabajadores de un conocimiento que antes les pertenecía y que dominaban a partir de la estructura de su vida cotidiana. Se sustrae el saber popular y se le da una base “científica” para modernizarlo y legitimarlo ante un gremio que no puede pensarse más allá de su propia “especialización”. De esta manera, al que antes era el artífice de la producción espacial, hoy se le otorga el estatuto de neófito o más radical, de ignorante.

Mamani sufrió este revés a pesar de haber pasado por la Universidad Mayor de San Andrés, ya que, incluso habiendo estudiado ingeniería y posteriormente arquitectura, se le relegaría del gremio porque a decir de los “especialistas”, el arquitecto aymara tiene una lógica bidimensional no espacial, y en consecuencia genera fachadas como si estuviera trabajando con textiles. Según éstos, nada que ver con el arte de crear “espacio”. Sin embargo -lo que este ignora- es que el “espacio” es otro en la marginalidad constitutiva, tiene otra forma en la zona del no-ser, y esto es justo la que Mamani acarrea en sus criterios de diseño.

La modernidad pronto supo que eso podía ser un problema y de alguna manera se obligó a trabajar con un conocimiento sistematizado en el lugar de “todos”, en el espacio público, pues ese“otro” no podría ejercer su “inferioridad” si los códigos en las ciudades seguían siendo producidos desde su “extraña” zona. La arquitectura homogénea capaz de aniquilar el factor cultural en el que se reproduce esa otredad, comenzó a realizarse con el argumento de la necesidad de vivienda masiva. La maqueta con la que soñaba incansablemente Le Corbusier y toda la Bauhaus, comenzó su diatriba. La ciudad moderna, concebida no en la forma de vida de la gente ni en los modos de organización comunal, sino en el restirador de algún urbanista sacado de la Escuela de Chicago, comenzó a funcionar como un espejo de dimensiones descomunales que se ha encargado de devolverle a los habitantes no urbanos una imagen de atraso y subdesarrollo, y un sentimiento de exclusión a todas las personas hacinadas en las zonas conurbadas (“coincidentemente” donde se encuentra la zona del no-ser).

En este sentido, la academia ha creado y difundido las tramposas etiquetas de “arquitectura vernácula”, “autoconstrucción” o “arquitectura popular”, para intentar encapsular a todas aquellas producciones espaciales que no nacen de lo que Bolívar Echeverría llamó el “estado de partitura”, es decir, esa región temporal en el que la idea, organizada y racionalizada bajo cánones específicos, aún no se materializa.

En consecuencia, la arquitectura que produce la gente y que tiene la virtud de formarse en comunión con el territorio, con las condiciones naturales y culturales específicas de su tiempo -la que podríamos llamar verdadera arquitectura orgánica-, es vista como un residuo histórico que arroja a todos sus habitantes y productores a la vitrina del museo patrimonial. Y es en esta línea donde se sitúan todos los detractores de Mamani, pues resulta intolerable para ellos saber que el “espejo” -por un instante- dejó de funcionar: el alarife aymara que estudió arquitectura decidió avanzar hacia este y estrellarse contra él, y entonces supo que su trabajo tenía valor; Ddecidió hacerse consciente de su lugar de enunciación. Por supuesto, Mamani no produce ni una arquitectura orgánica -en el sentido definido con anterioridad-, ni una arquitectura ajustada a los cánones académicos. ¿Qué es entonces lo que crea? ¿Cómo entender o leer la sintaxis visual que nos propone este artista?

Como mencionamos, Mamani dejó de ver su imagen devaluada en el “espejo” y sin proponérselo, se imaginó del otro lado; soñó -y así lo demuestran sus creaciones- con una modernidad aymara, con una forma de hacer arquitectura tardomoderna en El Alto, Bolivia. Y tal y como se exige en la formación arquitectónica en cualquier parte del mundo, innovó una morfología espacial que no tiene parangón.

Concibió el cholet, nombre peyorativo que combina la palabra chalet -vivienda unifamilar construida con madera característica de la campiña alpina- con la palabra cholo -nominación discriminatoria que recibe la población urbana con ascendencia indígena-, y que, en palabras del propio Mamani, decidió aceptar como acto de reivindicación. Comenzará de esta forma a conocerse su obra la cual será el resultado directo de localizarse del otro lado del “espejo”. Desde luego, no pensemos que con ello Mamani está cuestionando o poniendo en tensión a la modernidad capitalista; tampoco está pretendiendo modificar la forma en que se produce la arquitectura contemporánea. El cholet es el resultado de una pulsión que según nos explica Lefebvre, yace contenida en la realización del proceso de enajenación.[1]

La clave, desde mi perspectiva, es que Mamani no abandonó el concepto de la decoración; por el contrario, mantuvo -con base en la arquitectura de Tiahuanaco- el binomio inseparable de objeto-ornamento. Una fórmula que curiosamente también fue escindida durante el proceso de modernización, porque la decoración, justo a finales del siglo XIX en Europa, comenzó a considerarse como un añadido y una sobreposición completamente prescindible; una escisión perturbadora que me atrevo a afirmar no forma parte del sistema de conceptos que rige la estética de casi todos los pueblos premodernos. Pero la civilización moderna lo arranco después de su fase barroca y decidió internarse en el oscuro pasaje de la funcionalidad.

Para el siglo XVIII, el clérigo y matemático veneciano Carlo Lodoli, ya había comenzado a abogar por una arquitectura racionalista libre de la seducción sensorial que pregonaba el barroco contrarreformista; una arquitectura generada únicamente a partir de su función y carente de elementos ornamentales que para él no tenían ninguna utilidad. Pero será con el arquitecto austriaco Adolf Loos, que quedarán asentadas las bases de la expulsión del ornamento que ha permitido clasificar a todas la producciones espaciales y culturales fuera de Europa, como atrasadas. Loos incluso sentenció que el ornamento era un delito, y que la decoración había dejado de formar parte de la cultura europea, de la civilización y del futuro.

En este sentido la obra de Mamani se vuelve sumamente provocativa, y estresa a todos los arquitectos/as formados bajo la guadaña de la modernidad; la estridencia del color y la profusión de elementos que encuentran su razón y finalidad dentro del sistema que la obra misma propone, no tiene forma de ser juzgada y/o entendida. Por ello se etiqueta Mamani de “fachadista”, porque a decir de ellos, sólo agrega elementos en la fachada sin alterar la calidad del espacio interior. Pero el arquitecto aymara piensa en otra cosa, porque justo esta decoración que usa de manera tan categórica es la parte invisible de la pulsión de esa forma natural que la enajenación continuamente está tratando de aniquilar. Una pulsión que un día vence y desvela la potencia del trabajo no enajenado, aquel que le pertenece al trabajador, y que, al hacerse consciente de ello, modifica la forma en que se mira en el “espejo de la modernidad”.

La dignidad con la que Mamani diseña, debería ser un aliciente no sólo para todas las personas que consideran que su forma de imaginar el mundo es inocua, sino sobre todo para un gremio que peca de soberbia y que mucho podría hacer si decidiera incluir entre sus paradigmas la imaginación, la resistencia y la diversidad.

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*Estudiante del Doctorado en Ciencias y Artes para el Diseño, UAM-X.

Referencias:

 

Echeverría, B. (Ene-Jun 2006). “Lefebvre y la crítica de la modernidad”. Veredas. Vol. 7 (12) pg. 33-37

 

 



[1] En su texto “Lefebvre y la crítica de la modernidad”, Bolívar Echeverría explica que el concepto de enajenación en Marx puede dejar de ser entendido como un concepto acabado; como si el capital, en su proceso de reproducción, le sustrajera el trabajo al sujeto de una vez por todas y para siempre, y decidiera depositarlo en el objeto. Lefebvre -nos dice Echeverría- nos obliga a comprender que la enajenación es más un acontecimiento que un destino, algo que tiene que estar ocurriendo permanentemente porque el valor de uso generado por el mundo de la vida, se renueva siempre. “La enajenación está siempre aconteciendo porque la forma natural siempre está reviviendo y siendo subordinada, subyugada por la forma de la valorización, por la acumulación de capital, por el valor valorizándose.” (Echeverría, 2006, pg. 36).


JUNIO,2024

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