Mamani y el espejo de la
modernidad
Javier Caballero Galván*
Cruzar el espejo que la modernidad nos ha impuesto, no parece ser una
alternativa viable para los pueblos que ven en él su propia imagen devaluada.
Sin embargo, el arquitecto aymara Freddy Mamani, nos demuestra a través de sus
edificios y de su enorme creatividad, que no sólo es posible atravesarlo sino
estrellarlo en nombre de la dignidad.
Este “espejo” al que nos
referimos, es una metáfora interesante del efecto ontológico que ha producido la
modernidad. Como sabemos, el proceso de imposición civilizatoria europea que ha
operado en el territorio americano durante más de 500 años no sólo ha
consistido en la explotación de la naturaleza y de la fuerza de trabajo local,
sino que ha construido un sistema social perfectamente articulado sobre la base
de un sujeto “superior”. Me refiero al sujeto
moderno, a esa abstracción conceptual que se materializa a través del color
de la piel, del dato sexual, del dato cultural o religioso y que permite
controlar sus dividendos. En este sistema, el sujeto moderno es “superior” per
se, y no existe mayor explicación; todo aquel que no sea moderno, es inferior y no hay forma de
modificar este principio elemental.
Aunque hoy puede parecernos
completamente absurdo, las prácticas sociales contemporáneas nos desmienten y
nos demuestran que se trata de un principio vigente. Una permanencia
extraordinaria porque la tesis por sí misma es sumamente frágil: ¿por qué este sujeto
es superior? ¿Por qué su superioridad óntica tiene como base el dominio
material? ¿Por qué es superior el color de piel blanco? ¿Por qué el arte
burgués, blanco y masculino es mejor que la “artesanía” indígena? Así que
sabiendo que preguntas tan ingenuas cimbran con facilidad el edificio de una
organización social absurda, se optó por construir un referente marginal que
fuera consciente de su propia irrelevancia existencial. En otras palabras, se
produjo un “otro” automáticamente inferior, al que no se tuviera que estar
convenciendo de ello: que simplemente lo fuera y lo supiera.
La estrategia se fue encontrando
gradualmente en el proceso mismo de modernización, pues se descubrió que, a los
sujetos no europeos, no blancos, no hombres y no burgueses se les podía extraer
con facilidad su propio trabajo; una acción que los vaciaba y los dejaba sin
contacto con el mundo que producían. La enajenación
fue y ha seguido siendo, el principal instrumento de la colonización y
del proceso de aculturación más eficiente, justo porque se trata de un fenómeno
que pone delante de los explotados el “espejo de la modernidad”, es decir, la devolución de una imagen devaluada y
fragmentada de sí; una imagen que los coloca por debajo de aquel ser
inexplicablemente “superior” que los flagela y les impedía comprender por qué es
este el lugar que les corresponde. Este efecto especular ha generado con el
tiempo la frontera que separa la zona del ser de la del no-ser, si gustamos
remitirnos al pensamiento de Fanon, o bien, a la línea abismal, que escinde la existencia relevante de la no
existencia, si preferimos recurrir al pensamiento de De Sousa Santos. En
cualquiera de ambos, el “espejo” es un dispositivo de control que bloquea la
mirada hacia adentro y hacia afuera, y produce un sin sentido que impide
comprender que existen dos zonas. Y es que justamente de eso se ha tratado la
estrategia, de impedir que el que está del
otro lado de la línea (el marginado y excluido) sea incapaz de concebir tanto su lugar de enunciación como la
posibilidad de trascenderlo.
La arquitectura es por ello un
ejemplo excelente de este proceso. Por un lado, es una actividad que depende
completamente de la especialización técnica y artística; y por el otro, se
trata de la materialización de los códigos que el sistema de exclusión reproduce.
En efecto, los trabajadores que la hacen posible dejan de sentirla como suya
porque sin saberlo son despojados de los códigos necesarios para hacerlo;
espacio sin significado es un espacio lleno de nada. La ilegibilidad de lo
habitable produce la extrañeza que es constitutiva de ese “otro” moderno.
Ahora bien, ¿de qué forma estos
códigos son sustraídos? ¿existe forma de evitarlo? Un factor necesario para
ello podría ser evitando que los productores sean despojados de su trabajo,
cosa que se antoja compleja dentro del modo de producción capitalista. Pero
existe un atajo que bien podemos promover, a saber, la responsabilidad
académica, la obligación de concientizar y concientizarnos del efecto que causa
la rigidez del paradigma disciplinario, esto es, de una práctica que se niega a
reconocer que existen otros saberes y otros valores que la forman; narrativas
que pretenden negar la diversidad de la arquitectura porque no se aceptan las
historias, tradiciones y estilos de vida que se encuentran fuera de la
modernidad.
En este sentido, la academia
arquitectónica puede ser tan severa como las demás, pues concibe una sola forma
de producir su objeto de estudio y no admite ni variaciones ni confusiones. Y
es comprensible porque mucho le ha costado sistematizar un oficio que de alguna
manera no ha dejado de serlo; porque la arquitectura nació siendo eso, un
oficio que poco tiene que ver con la formación rigurosa y técnica que se impone
en las aulas y en los tratados.
Tenemos que comenzar por reconocer
que la propia academia se ha encargado de ir marginando a los trabajadores de
un conocimiento que antes les pertenecía y que dominaban a partir de la
estructura de su vida cotidiana. Se sustrae el saber popular y se le da una
base “científica” para modernizarlo y
legitimarlo ante un gremio que no puede pensarse más allá de su propia
“especialización”. De esta manera, al que antes era el artífice de la
producción espacial, hoy se le otorga el estatuto de neófito o más radical, de
ignorante.
Mamani sufrió este revés a pesar
de haber pasado por la Universidad Mayor de San Andrés, ya que, incluso
habiendo estudiado ingeniería y posteriormente arquitectura, se le relegaría
del gremio porque a decir de los “especialistas”, el arquitecto aymara tiene
una lógica bidimensional no espacial, y en consecuencia genera fachadas como si
estuviera trabajando con textiles. Según éstos, nada que ver con el arte de
crear “espacio”. Sin embargo -lo que este ignora- es que el “espacio” es otro
en la marginalidad constitutiva, tiene otra forma en la zona del no-ser, y esto
es justo la que Mamani acarrea en sus criterios de diseño.
La modernidad pronto supo que eso
podía ser un problema y de alguna manera se obligó a trabajar con un
conocimiento sistematizado en el lugar de “todos”, en el espacio público, pues ese“otro”
no podría ejercer su “inferioridad” si los códigos en las ciudades seguían
siendo producidos desde su “extraña” zona. La arquitectura homogénea capaz de
aniquilar el factor cultural en el que se reproduce esa otredad, comenzó a realizarse
con el argumento de la necesidad de vivienda masiva. La maqueta con la que
soñaba incansablemente Le Corbusier y toda la Bauhaus, comenzó su diatriba. La
ciudad moderna, concebida no en la forma de vida de la gente ni en los modos de
organización comunal, sino en el restirador de algún urbanista sacado de la
Escuela de Chicago, comenzó a funcionar como un espejo de dimensiones
descomunales que se ha encargado de devolverle a los habitantes no urbanos una
imagen de atraso y subdesarrollo, y un sentimiento de exclusión a todas las
personas hacinadas en las zonas conurbadas (“coincidentemente” donde se
encuentra la zona del no-ser).
En este sentido, la academia ha
creado y difundido las tramposas etiquetas de “arquitectura vernácula”,
“autoconstrucción” o “arquitectura popular”, para intentar encapsular a todas
aquellas producciones espaciales que no nacen de lo que Bolívar Echeverría
llamó el “estado de partitura”, es decir, esa región temporal en el que la
idea, organizada y racionalizada bajo cánones específicos, aún no se
materializa.
En consecuencia, la arquitectura
que produce la gente y que tiene la virtud de formarse en comunión con el
territorio, con las condiciones naturales y culturales específicas de su tiempo
-la que podríamos llamar verdadera arquitectura orgánica-, es vista como un
residuo histórico que arroja a todos sus habitantes y productores a la vitrina
del museo patrimonial. Y es en esta línea donde se sitúan todos los detractores
de Mamani, pues resulta intolerable para ellos saber que el “espejo” -por un
instante- dejó de funcionar: el alarife aymara que estudió arquitectura decidió
avanzar hacia este y estrellarse contra él, y entonces supo que su trabajo
tenía valor; Ddecidió hacerse consciente de su lugar de enunciación. Por
supuesto, Mamani no produce ni una arquitectura orgánica -en el sentido
definido con anterioridad-, ni una arquitectura ajustada a los cánones
académicos. ¿Qué es entonces lo que crea? ¿Cómo entender o leer la sintaxis
visual que nos propone este artista?
Como mencionamos, Mamani dejó de ver su imagen devaluada en el “espejo”
y sin proponérselo, se imaginó del otro lado; soñó -y así lo demuestran sus
creaciones- con una modernidad aymara, con una forma de hacer arquitectura
tardomoderna en El Alto, Bolivia. Y tal y como se exige en la formación
arquitectónica en cualquier parte del mundo, innovó una morfología espacial que
no tiene parangón.
Concibió el cholet, nombre peyorativo que combina la palabra chalet -vivienda unifamilar construida
con madera característica de la campiña alpina- con la palabra cholo -nominación discriminatoria que
recibe la población urbana con ascendencia indígena-, y que, en palabras del
propio Mamani, decidió aceptar como acto de reivindicación. Comenzará de esta
forma a conocerse su obra la cual será el resultado directo de localizarse del
otro lado del “espejo”. Desde luego, no pensemos que con ello Mamani está cuestionando
o poniendo en tensión a la modernidad capitalista; tampoco está pretendiendo
modificar la forma en que se produce la arquitectura contemporánea. El cholet es el resultado de una pulsión
que según nos explica Lefebvre, yace contenida en la realización del proceso de enajenación.[1]
La clave, desde mi perspectiva, es
que Mamani no abandonó el concepto de la decoración; por el contrario, mantuvo
-con base en la arquitectura de Tiahuanaco- el binomio inseparable de
objeto-ornamento. Una fórmula que curiosamente también fue escindida durante el
proceso de modernización, porque la decoración, justo a finales del siglo XIX
en Europa, comenzó a considerarse como un añadido y una sobreposición
completamente prescindible; una escisión perturbadora que me atrevo a afirmar
no forma parte del sistema de conceptos que rige la estética de casi todos los
pueblos premodernos. Pero la civilización moderna lo arranco después de su fase
barroca y decidió internarse en el oscuro pasaje de la funcionalidad.
Para el siglo XVIII, el clérigo y
matemático veneciano Carlo Lodoli, ya había comenzado a abogar por una
arquitectura racionalista libre de la seducción sensorial que pregonaba el
barroco contrarreformista; una arquitectura generada únicamente a partir de su
función y carente de elementos ornamentales que para él no tenían ninguna
utilidad. Pero será con el arquitecto austriaco Adolf Loos, que quedarán
asentadas las bases de la expulsión del ornamento que ha permitido clasificar a
todas la producciones espaciales y culturales fuera de Europa, como atrasadas.
Loos incluso sentenció que el ornamento era un delito, y que la decoración
había dejado de formar parte de la cultura europea, de la civilización y del
futuro.
En este sentido la obra de Mamani
se vuelve sumamente provocativa, y estresa a todos los arquitectos/as formados
bajo la guadaña de la modernidad; la estridencia del color y la profusión de
elementos que encuentran su razón y finalidad dentro del sistema que la obra
misma propone, no tiene forma de ser juzgada y/o entendida. Por ello se
etiqueta Mamani de “fachadista”, porque a decir de ellos, sólo agrega elementos
en la fachada sin alterar la calidad del espacio interior. Pero el arquitecto
aymara piensa en otra cosa, porque justo esta decoración que usa de manera tan
categórica es la parte invisible de la pulsión de esa forma natural que la enajenación continuamente está tratando
de aniquilar. Una pulsión que un día vence y desvela la potencia del trabajo no
enajenado, aquel que le pertenece al trabajador, y que, al hacerse consciente
de ello, modifica la forma en que se mira en el “espejo de la modernidad”.
La dignidad con la que Mamani
diseña, debería ser un aliciente no sólo para todas las personas que consideran
que su forma de imaginar el mundo es inocua, sino sobre todo para un gremio que
peca de soberbia y que mucho podría hacer si decidiera incluir entre sus
paradigmas la imaginación, la resistencia y la diversidad.
*Estudiante del Doctorado en Ciencias y Artes para el Diseño, UAM-X.
Referencias:
Echeverría, B. (Ene-Jun 2006).
“Lefebvre y la crítica de la modernidad”. Veredas. Vol. 7 (12) pg. 33-37
[1] En su texto “Lefebvre y la crítica de la modernidad”, Bolívar Echeverría explica que el concepto de enajenación en Marx puede dejar de ser entendido como un concepto acabado; como si el capital, en su proceso de reproducción, le sustrajera el trabajo al sujeto de una vez por todas y para siempre, y decidiera depositarlo en el objeto. Lefebvre -nos dice Echeverría- nos obliga a comprender que la enajenación es más un acontecimiento que un destino, algo que tiene que estar ocurriendo permanentemente porque el valor de uso generado por el mundo de la vida, se renueva siempre. “La enajenación está siempre aconteciendo porque la forma natural siempre está reviviendo y siendo subordinada, subyugada por la forma de la valorización, por la acumulación de capital, por el valor valorizándose.” (Echeverría, 2006, pg. 36).
JUNIO,2024