El día 11 de abril, hice un recorrido breve por las zonas más concurridas de la ciudad de México, moviéndome en automóvil y haciendo tomas fotográficas, en la mayoría de los casos, sin descender del vehículo. Ha sido una experiencia sobrecogedora. Aún sin caminar, ver a las calles, las plazas, los parques, las vías de circulación rápida, las baquetas, los estacionamientos y casi todos los comercios y los edificios de oficinas cerrados, es aterrador, es, como dijera Derzu Campos, quien me acompaño, post apocalíptico.
Tengo presente el último libro que escribió Olivier Mongin, La Ciudad de los Flujos, y me inundan las preguntas sobre esta actividad que, hasta antes de esta contingencia, presidía nuestros espacios urbanos. ¿Qué es de nuestras ciudades sin el flujo de personas, medios de transporte y una comunicación real entre sus habitantes? Un espacio vacío que parece no tener razón de existir. ¿Para qué se han construido todos estos sistemas de circulación? ¿Realmente requerimos movernos de un lado para otro sin saber exactamente hacia dónde vamos?
Nuestra ciudad era hasta antes de estos días un verdadero caos; teníamos que utilizar casi todo el tiempo los más nuevos sistemas de guía geo referencial satelital para encontrar la ruta que nos permitiera ahorrar unos cuantos minutos que en muchos casos solamente eran segundos de diferencia con lo inicialmente calculado. La velocidad promedio de circulación en automóvil era de apenas entre cuatro y siete kilómetros por hora. Ahora sin autos pudimos mantener los 50 kilómetros que se indica como límite en las señales de tránsito, pero entonces ¿para qué sirven estas señales si no existe la posibilidad de adoptar esta velocidad? Todo resulta absurdo y sin sentido. Las vías rápidas están vacías, nadie las usa pues no está dispuesto a pagar si puede usar una avenida sin problemas de bloqueo. Todo se ha ido a la basura y con ello el contacto de los habitantes.
Recuerdo que Françoise Choay dijo que la ciudad medieval era la del contacto y que la de hoy es la de la conexión, que en tiempos de las monarquías fue la ciudad de la exhibición y en el siglo XX nos preocupamos por la circulación, tal vez a partir de la infortunada Carta de Atenas. Todos esos sistemas los fuimos adoptando en México y hoy ninguna de estas funciones está presente y de nada han servido pues ya desde hace tiempo se perdió el contacto y dejaron de haber desfiles heráldicos pues las autoridades fueron perdiendo reconocimiento popular y al final del siglo XX se construyeron segundos pisos que se continuaron hasta hace unos años y que hoy han estado saturados hasta antes de esta contingencia. Así que surgen nuevas interrogantes ¿Cómo deberá ser la ciudad de los próximos años? Y no me refiero a futurismos de tipo ciencia ficción sino a una nueva forma de uso de la ciudad. ¿Qué intereses prevalecerán en el momento de volver a la vida cotidiana ¿será la industria automotriz la que volverá a imponer su poderosa maquinaria de inducción a la compra sin sentido de cada vez más automóviles? ¿O se logrará imponer la racionalidad por encima de la ganancia de esta industria de alcance mundial?
El reto es para la sociedad y sus gobiernos, pero también para los urbanistas pues no tenemos en la mira qué hacer con una nueva forma de uso de los espacios urbanos, pues si uno ve los proyectos más actuales de los grupos de arquitectos más difundidos, sus visiones de ciudad se limitan a proponer un sinfín de jardines como si todo fuera cuestión de volver a la vida bucólica donde los habitantes de ciudad no tienen otra cosa que hacer más que pasear a sus perros. Y por supuesto, estos espacios dibujados están llenados artificialmente por gente de alto nivel adquisitivo. Y ese es otro tema que exige una profunda reflexión, pues frente a esta pandemia se ha hecho presente la enorme división entre riqueza y pobreza, al menos en nuestra ciudad.
Junio de 2020.
Fotografías por: José Ángel Campos Salgado
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