Hace
varios años, por una pequeña puerta de un despacho improvisado en el centro de
Azcapotzalco aparecía una figura, un profesor bajito sonriente con sombrero,
suéter y corbata, sosteniendo libros y escritos a pasos rápidos. En su brazo un
blazer azul a cuadros, y un libro en francés de Piaget.
Su figura recta, observador de todo y todos, ojos cafés obscuro,
profundos, analíticos, acompañados de una nariz aguileña afilada, moreno claro,
de rostro redondo y gran sonrisa. En la otra mano un portafolios con una
computadora y documentos que parecían infinitos, figura que solo conocía de
nombre, Rafael Francisco Javier López Rangel, un mito que únicamente trascendía
dentro de mi memoria al haber leído su nombre en mi tira de materias y en los
pasillos de la UAM Azcapotzalco, nombre al que había tenido que leer y pasar en
una materia entre mi incomprensión de la teoría y la lucha por sobrevivir en
una carrera como la de Arquitectura.