Hemos olvidado las palabras, algunas nos
parecen incorrectas, es mal visto que hablemos de “paisanos”, suena a añejo, a
algo que sólo entienden los viejos que habitan los pueblos. Hemos olvidado lo
que significa vecindad, no tenemos vecinos, todos son desconocidos con los que
no cruzamos palabras. El habla, esa maravilla que nos hace seres humanos, no la
usamos para comunicarnos. La televisión se encarga de hablarnos, de decir por
nosotros lo que pensamos, si es que todavía lo hacemos. Y hemos abandonado los
lugares que nuestros paisanos construyeron. Aquello que las generaciones
pasadas edificaron para hacer del sitio donde habitamos un país, el lugar de
encuentro de los paisanos, de los vecinos. Los habitantes de la ciudad.
El temor nos ha inclinado hasta ahora a
alejarnos de estos lugares. No los hemos conocido. Hemos sido habitantes de un
espacio controlado, protegido, cercado, alejado, en el que creemos estar al
margen de la desigualdad, la inequidad, la injusticia, la violencia y la
realidad que está detrás de eso. Hemos contemplado los lugares significativos
de nuestra historia como imágenes para el visitante extranjero, como
representaciones de nuestro país hechas para turistas. Casi siempre sin
personas, sin saber a ciencia cierta donde están realmente estas obras que se
han convertido en monumentos, en puntos significativos que sólo contemplamos en
libros que celebran nuestra grandeza sin mostrar lo que está más allá.
Este domingo 8 de Mayo he estado acompañando a
muchos paisanos en un nuevo intento por recuperar algo de lo perdido. Me he
sorprendido cuando alguien no sabía dónde estaba una avenida que fue el eje más
importante a lo largo de varios siglos de nuestra historia y que lleva el
nombre de uno de los más grandes líderes creadores de nuestra nación. Cuando
otros por primera vez contemplaban una calle en donde alguna vez se perdió un
niño y hoy se denomina con el nombre del presidente que recuperó el recurso más
preciado de nuestra suelo, el petróleo.
Y he visto maravillado como esos espacios se
transforman poderosamente cuando los llena el mar de corazones encendidos para
reclamar la paz, la justicia, la dignidad, el sentido profundo de la vida de
los seres humanos en comunidad, que es el único modo de ser planamente humanos.
Unos letreros que recuperan las palabras, un
color que entinta la neutralidad de las aguas para recordarnos que la sangre es
lo que más debemos preservar, y sobre todo, un andar codo a codo, sin temor al
contacto, sin miedo a expresar lo que sentimos y sin dejarnos llevar por la
soledad individualizada a la que nos invita todos los días la propaganda
consumidora que los medios transmiten.
La ciudad vuelve a envolvernos y hemos vuelto
a dejarnos sorprender por ella. Es el tiempo de retomarla y sostener su
recuperación.
Mayo, 2011
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