El deporte, dice Marc Perelman, es uno de los grandes
sistemas totalitarios de los tiempos modernos. Totalitario por la fuerza que
ejerce en la sociedad y sus individuos. Totalitario porque está en todas
partes: en los medios masivos de comunicación y en las conversaciones. No son
los medios que están al servicio del deporte: el deporte se convirtió en el
medio masivo más poderoso del mundo. A lo largo de cuatro libros, Marc
Perelman, profesor de Estética en la Universidad de Paris, sostiene una crítica
radical hacia el futbol y sus estructuras. Algunos ingenuos intelectuales, dice,
piensan que este deporte permite canalizar la violencia. Por el contrario, la
genera y la difunde con cada partido. Los « periodistas hipnotizados por los
Dioses del Estadio » y los « intelectuales infantilizados por el balón » son el
origen del consumo de este nuevo opio para el pueblo.
Al culto del rendimiento y a la religión atlética se oponen hechos escondidos. Realidades que, lejos de ser simples "desviaciones anti-naturales" como lo comentan los analistas deportivos, constituyen sin duda la esencia misma del fútbol-espectáculo. Detrás de toda la parafernalia del espacio público se proyecta una guerra de tacos, de odio hacia las identidades y de nacionalismos xenofóbicos. Detrás de las ganancias astronómicas de las superestrellas que son promovidas como "ejemplos para la juventud", se esconden los salarios miserables, el desempleo, la exclusión y la alienación cultural de las mayorías que son invitadas a aplaudir a los nuevos mercenarios de los estadios -como los Romanos en masa quienes eran invitados por los tiranos a los combates de gladiadores-. La violencia comienza al confrontar esas dos realidades. Las grandes marcas incluso hacen mofa de esta evidencia y explotan la imagen de la arena romana para vender millones de dólares en productos derivados. El fútbol-espectáculo no es pues un simple "juego colectivo" sino una política de canalización de instintos de las masas, un medio de control social que permite la reabsorción del individuo en la masa anónima. Es decir, en el conformismo de los autómatas.
El deporte, describe Perelman, destruye todo a su paso y se convierte en el único proyecto de una sociedad sin proyectos. La nación ya no es un pueblo sino un equipo. Ya no es un territorio sino un estadio.
En el corazón de las ciudades, el estadio aparece como un lugar histórico de competencia deportiva y de espectáculo planetario. Nacido en el Olimpo, se transformó, gracias a la tecnología, en una máquina para mirar: a través del vidrio y del acero, del concreto armado y de gigantescos volados, de complejos sistemas de vigilancia y de proyección en pantallas. Por la arquitectura monumental, el estadio se convirtió en un elemento urbano de potencia visual que atrae a las masas fascinadas. El rigor de su geometría en aro participa en la forma en que la masa manifiesta su sumisión al orden de la competencia, en un espacio cerrado y en un tiempo marcado por los ritmos de las proezas deportivas. Lejos de la neutralidad, de la inocencia, de la pureza en las que podría obtener una fuerza sobrenatural, el estadio es el receptáculo en el cual se acumula y se manifiesta la violencia fermentada. Los rencores políticos y sociales son recibidos, orientados y amplificados por la lógica de la competencia deportiva de la cual, el estadio es la matriz.
Al culto del rendimiento y a la religión atlética se oponen hechos escondidos. Realidades que, lejos de ser simples "desviaciones anti-naturales" como lo comentan los analistas deportivos, constituyen sin duda la esencia misma del fútbol-espectáculo. Detrás de toda la parafernalia del espacio público se proyecta una guerra de tacos, de odio hacia las identidades y de nacionalismos xenofóbicos. Detrás de las ganancias astronómicas de las superestrellas que son promovidas como "ejemplos para la juventud", se esconden los salarios miserables, el desempleo, la exclusión y la alienación cultural de las mayorías que son invitadas a aplaudir a los nuevos mercenarios de los estadios -como los Romanos en masa quienes eran invitados por los tiranos a los combates de gladiadores-. La violencia comienza al confrontar esas dos realidades. Las grandes marcas incluso hacen mofa de esta evidencia y explotan la imagen de la arena romana para vender millones de dólares en productos derivados. El fútbol-espectáculo no es pues un simple "juego colectivo" sino una política de canalización de instintos de las masas, un medio de control social que permite la reabsorción del individuo en la masa anónima. Es decir, en el conformismo de los autómatas.
El deporte, describe Perelman, destruye todo a su paso y se convierte en el único proyecto de una sociedad sin proyectos. La nación ya no es un pueblo sino un equipo. Ya no es un territorio sino un estadio.
En el corazón de las ciudades, el estadio aparece como un lugar histórico de competencia deportiva y de espectáculo planetario. Nacido en el Olimpo, se transformó, gracias a la tecnología, en una máquina para mirar: a través del vidrio y del acero, del concreto armado y de gigantescos volados, de complejos sistemas de vigilancia y de proyección en pantallas. Por la arquitectura monumental, el estadio se convirtió en un elemento urbano de potencia visual que atrae a las masas fascinadas. El rigor de su geometría en aro participa en la forma en que la masa manifiesta su sumisión al orden de la competencia, en un espacio cerrado y en un tiempo marcado por los ritmos de las proezas deportivas. Lejos de la neutralidad, de la inocencia, de la pureza en las que podría obtener una fuerza sobrenatural, el estadio es el receptáculo en el cual se acumula y se manifiesta la violencia fermentada. Los rencores políticos y sociales son recibidos, orientados y amplificados por la lógica de la competencia deportiva de la cual, el estadio es la matriz.
Fragmento de la antigüedad que ha llegado hasta
nosotros, el estadio es también la creación de una modernidad arquitectónica
dotada de capacidades tecnológicas renovadas sin descanso. Inscrito en una
trama urbana, con una arquitectura precisa, el estadio sigue comportándose como
un monumento: a lo largo de las grandes manifestaciones deportivas, el estadio
se convierte en el centro real de una ciudad que permanece desierta, casi como
una ciudad fantasma. O caótica, sin planeación urbana, como es el caso de
Johanesburgo. Insertado en la urbe pero aislado de ella por la barrera que
representa su forma cerrada al mundo, el estadio es la forma arquitectónica
típica de la masa que se confronta consigo misma. En él, el espectáculo del
cuerpo es llevado al extremo: la arquitectura y el cuerpo se hacen uno.
Junio, 2010
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