En el siglo XX los arquitectos plasmaron
proyectos cuya intención era impresionar a quien la observara. Fue el primer
intento de volver a la arquitectura un espectáculo. Bruno Taut dibujó en 1919
su arquitectura alpina de cuyos templos con cubierta de cristal salían rayos
que hacían brillar el edificio, ello con la intención de iluminar el camino a
la perfección. Frank Loyd Wright en 1945 muestra una vista nocturna de su
proyecto del Museo Guggenheim de Nueva York iluminado por reflectores como si
fuera la presentación de una película holliwoodense. En ambos casos, estos
edificios espectaculares se contemplan a pie, es decir, para conocerlos hay que
visitarlos llegando hasta ellos caminando.
En los días de hoy la idea predominante es
lograr una arquitectura cada vez más espectacular, algo que sorprenda en medio
de otros intentos de lo mismo, algo que sea tan diferente que no pase
desapercibido en el maremágnum de otras arquitecturas. Sólo que esta vez no se
puede contemplar este espectáculo a pie, estas arquitecturas están hechas para
ser vistas desde el automóvil. Toda su parafernalia espectacular tiene la
finalidad de llamar la atención desde cierta distancia y a cierta velocidad,
más rápida que cualquier paso de viandante. Y si todas las edificaciones
compiten con el mismo objetivo, estamos entonces en un espacio donde las
personas que caminan no perciben más que una pequeña parte del edificio o tal
vez no requieren percibirla, pues han llegado al mismo a bordo de su automóvil
sin entrar por la que se supondría, sería la puerta principal.
La ciudad entonces ha dejado de existir. No
hay más comunicación entre arquitecturas y usuarios, sólo los fríos espacios de
los estacionamientos, los elevadores y las oficinas despersonalizadas para no
distraer el trabajo. Todos los siglos de haber usado lo que llamamos calle,
para ingresar a los espacios interiores de las arquitecturas, ha dejado de
tener sentido. No más relación con este anacrónico espacio público. Nada de
contemplar los interiores desde el exterior, nada de observar cómo viven otros
habitantes de la ciudad, nada de detenerse a conversar con los amigos, los
vecinos o saludar a cualquier desconocido. Nada de niños que jueguen libremente
en la banqueta, nadie que salga a comprar en la esquina una pieza de pan, nada
de antojos ni de pérdidas de tiempo. Esa ciudad es obsoleta, no sirve en los
tiempos de la producción y el consumo acelerado, de la competencia individual,
de la desvinculación de los otros. Hay que ir de un lugar a otro en auto, si es
que esto es necesario, si es que no es suficiente una videollamada. Y si se
trata de una reunión en un lugar público, hay que llegar en auto, hasta el punto
en que un valet lo recibe y un empleado nos conduce al lugar convenido.
Pero hay todavía otras ciudades dentro de la
misma ciudad, la “metápolis”, donde la vida comunitaria permanece y se
acrecienta. Donde se da aun el intercambio callejero, donde se regatea, se
coquetea, se abraza y se besa sin que haya impedimento para ello. Una ciudad
donde la aglomeración es síntoma de vitalidad, donde el acontecimiento es
cotidiano y la fiesta se repite cuantas veces sea posible. Esa es entonces la
verdadera ciudad, la que luego del aburrimiento de las soledades que deja la
modernidad pasteurizada es buscada por aquellos que en aquellos lugares
habitan, para vivir aunque sea por un momento lo que desde luego en el fondo se
añora. Seamos entonces capaces de enriquecer estos espacios; que el diseño
sirva para hacer más amable la vida cotidiana, para recuperar el deterioro que
ha dejado el intento de ser modernos demoliendo el testamento urbano que nos
heredaron. Se requiere de oficio y de sensibilidad. De compromiso social y de
firmeza para exigir la participación democrática y la igualdad de
oportunidades.
Reunión a un costado del Mercado de Artesanías “El Parián”, Ciudad de Puebla Fuente: José Ángel Campos
Por fortuna, en algunos lugares de nuestra
ciudad parecen irse dando algunos pasos en esta dirección. Que la experiencia
se difunda, se expanda, se comparta y se repita, aquí y en otras entidades. Y
que las arquitecturas recuperen su presencia inmediata y personal, su contacto
con la gente, su personalidad urbana. Que el espectáculo sea la misma gente
disfrutando. Sería el mejor elogio a lo que hasta ahora se ha realizado.
Diciembre, 2013