El ser humano siempre ha tenido la necesidad
de crear, modificar o reinventar para
satisfacer sus necesidades, sea esto de una manera consciente y estructurada o
por mero empirismo e instinto. Con el paso del tiempo a la par de nuestra
sofisticación se modifican y amplían nuestras necesidades, demandando así un
rediseño de nuestro entorno y herramientas para transformarlo. Cuesta trabajo
imaginar el salto cuántico que hemos hecho como raza desde nuestros albores,
donde nuestros impulsos creativos se ceñían exclusivamente a la supervivencia
en contraste las necesidades que permean nuestras creaciones hoy en día, que
obedecen a variables específicas sin dejar de lado el valor artístico o
estético del que pueda impregnarse.
En aras de tal especialización funcional, se
nos obliga a dar cabida y respuesta, como profesionales del diseño, a las
necesidades que puedan surgir hoy en día por lo que nos sentimos avasallados por la
infinidad de posibilidades que existen ante nosotros para materializar estas
respuestas. Desde su planeación hasta la parte final de su elaboración, aún así
en un lugar donde parece que ya no se puede hacer mucho, encontramos alguna
manera de continuar y reinventarnos.
Ante este torrente creativo, siempre ha estado
presente un factor que por su omnipresencia, dejamos de ver poco después de que
comenzamos a caminar por los senderos del desarrollo social y tecnológico; pero
no por eso ha dejado de ser menos importante o dejar de estar ahí. Una parte de
nuestra realidad, al abstraernos del mundo que hemos creado a nuestro alrededor
se ha diluido, de su presencia pocos reparan, hasta ahora que comenzamos a ver las implicaciones de lo que
hemos dejado en nuestro andar a lo largo de este camino evolutivo, y que comienza
a pisarnos los talones: nuestro medio ambiente.
¿Cuántas de las veces que diseñamos algo
pensamos en esa parte post-mortem de
la vida útil de nuestro producto? ¿O en
las implicaciones ambientales de su producción, distribución y consumo? En este
álgido torbellino de consumismo exacerbado y de caducidad, es muy fácil olvidar
lo que no vemos y de lo que deja nuestras manos, como si mágicamente fuese a
desaparecer, pero no. A la par de
nuestro desarrollo, desde hace más de cien años hemos estado construyendo sin
querer una avalancha con los residuos de nuestra modernidad, que ya ha
comenzado a dejar sentir sus efectos, desde la ´simple´ basura que encontramos
en nuestras calles, hasta islas de plástico en el océano y enjambres de basura
espacial.
Sólo hasta ahora recordamos ‘globalmente’ la
importancia de incluir al ambiente en nuestro ejercicio como profesionales del
diseño. Lo que nos sucede es crítico y nos encontramos en un punto donde no nos
podemos dar el lujo de dejarnos llevar por un desempeño automático, caduco, consumista,
irresponsable e irreflexivo como diseñadores.
Es triste y patético que seamos la única
especie en este planeta que necesita estar condenada a una desgracia para reflexionar
y adaptar su conducta para madurar hacia un existir responsable. Debemos
integrar esta consciencia a nuestro quehacer como diseñadores y expandir
nuestra visión más allá de la caducidad de nuestros productos, homologar esa
ciclicidad que existe en todo lo demás que es ajeno a la mano del hombre.
Siempre hay que estar plenamente conscientes
de que aunque seamos arquitectos de nuestro entorno, lo que nos permite crear
tanto como podamos imaginar, que el diseño es una herramienta sumamente poderosa
y por lo mismo implica una enorme responsabilidad. Desde ahí, podemos
transformar muchísimas cosas, aunque siempre previendo las consecuencias de
ello, pues todos vivimos en un entorno frágil, pese a que se pueda olvidar
fácilmente.
Julio, 2013.