Sobre violencia y arquitectura. Por Juan Eduardo Bárcena Barrios

Habiendo radicado la mayor parte de mi vida en el norte de México, siento casi como un deber moral decir algo respecto de la situación actual que se vive en esta y otras zonas del interior del país.

Si tuviéramos que enunciar dos elementos indispensables que dan forma e identidad a las ciudades, empezaríamos por sus calles y caminos, los cuales, en su mayoría, perseveran en cuanto a su disposición y traza en el tiempo. Por otro lado, están los inmuebles, los cuales, a diferencia de los caminos, se encuentran sujetos a una constante transformación que sucede tanto en su interior como exterior. Estos inmuebles se transformarán de acuerdo con la época y condicionantes frente a las que son concebidos o modificados. Enrico Tedeschi separaría estas condicionantes en tres grandes grupos: naturaleza, sociedad y arte. Así pues, la ciudad toma forma de acuerdo con la manera en que una sociedad asimila y se hace consiente de estos factores.

Dicho lo anterior, desde el punto de vista social ¿no debería ser una obligación que, como arquitectos, mostráramos algún tipo de reacción frente a la innegable violencia que azota al país desde hace poco más de diez años? Aún más, tomando en cuenta que somos los responsables de brindar un refugio adecuado para desempeñar las actividades para un correcto orden de la sociedad. Está claro que hay cierta tendencia tanto de medios de comunicación como de entidades gubernamentales a negar la situación, pero lo cierto es que lejos de decrecer, la violencia se ha recrudecido vertiginosamente, tanto en cantidad como en intensidad.

En el norte, como en otras regiones de México, la violencia parece haberse estacionado, carcomiendo gradualmente el tejido social y la percepción de seguridad que se tiene de las ciudades, pues, aunque parezca inconcebible, las personas se han acostumbrado a esto, haciendo que poco a poco empiece a hacerse manifiesta cierta aversión hacia el espacio público.

Aunque estas no sean precisamente las problemáticas más “dogmáticas” por atender al planificar una ciudad, en la práctica, ya son visibles de manera literal las repercusiones respecto de las mismas. Los habitantes de buena cantidad de localidades, tomando su seguridad en sus propias manos, han empezado a hacer de sus viviendas refugios contra la violencia, clausurando patios, ventanas y celosías, haciendo libre uso del concreto armado a manera de escudo contra saqueos, balas o explosivos mal dirigidos. A su vez, varios comercios hacen de la seguridad en sus establecimientos un atractivo producto de venta, la cual, actualmente no tiene poca demanda.

La experiencia de vivir la ciudad en familia, lejos de frecuentar la plaza principal o el centro de la ciudad, se limita en varios casos al trayecto del hogar a la escuela o al trabajo y viceversa, acompañada en todo momento de una más que justificada paranoia.

¿Es posible que como arquitectos podamos intervenir de alguna manera ante tamaña situación? ¿Será posible imaginar que actuemos, no solo como proveedores de refugios contra la violencia, sino ayudando a enmendar un camino mal tomado como sociedad? Juhani Pallasmaa ha escrito en su ensayo La metáfora vivida (2002) que, al concebir “la arquitectura como verbo” – en donde “Un edificio no es un fin en sí mismo” – es posible “dirigir, escalar y enmarcar acciones, percepciones e ideas. Y lo más importante, articular nuestras relaciones con otras personas e instituciones humanas”. Por tanto, “Las construcciones arquitectónicas materializan y dan concreción al orden social, ideológico y mental”.

Como arquitectos jóvenes es nuestro deber ser plenamente conscientes de nuestro deber y el potencial de nuestras aptitudes para actuar ante cualquier condicionante propia de nuestra época y entorno, ya sea desde el oficio, así como desde la interdisciplinariedad desde la que todos habremos de estar obligados a actuar. Tampoco hay que olvidar que, de igual forma y nunca menos importantes, el optimismo y la seguridad de que las cosas se pueden cambiar para un bien común también son un deber, a fin de convertirnos en arquitectos no solo de inmuebles dignos, sino también de un futuro mejor.

En lo personal, creo que es más fructífero tratar de tomar esta senda, por encima de la negación y rechazo de una realidad que ya nos ha sobrepasado desde hace tiempo, al punto configurarse dentro de nuestro día a día, ya sea como meros observadores o protagonistas.



Septiembre, 2017



http://diariogenteypoder.com/nota.php?id=70704

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