En enero de este año nos sonaba tan lejana la noticia, hasta que en marzo nos informaron que el virus había llegado a México, nos calló como balde de agua helada, porque también congeló nuestras vidas cotidianas, la economía, la educación y la calidez humana. En la colonia donde vivo observé las calles vacías y los negocios cerrados, había una cierta hora en dónde daba un poco de miedo salir, la curiosidad me llevó al centro de la ciudad, en dónde encontré calles con barreras y policías vigilando, y otras, en las que no hacían falta esas restricciones, porque simplemente, no había nadie.
Empezamos 2020 con las noticias lejanas de una pandemia en China, la cual llegó a México a fines de febrero con un primer caso, y para marzo ya se declaraba la contingencia para retraerse y salir a la calle, solo estrictamente para lo necesario. En Europa, la cantidad de muertos diarios eran ya de cientos. Del 20 de marzo al 30 de abril todas las escuelas y universidades cerraron en nuestro país, no obstante los contagios empezaron a aumentar, sin que hasta la fecha, ya en agosto, pare una tendencia que ya llega a miles de infectados y fallecidos. El impacto económico y emocional para todos en el mundo entero ha sido enorme, y hemos tenido que seguir con nuestras vidas, en la llamada “nueva normalidad”, que significa usar cubrebocas y caretas, guardar distancia y no saludar de mano, besos o abrazos a la gente, evitar la reunión de grupos grandes, y quedarnos en casa, en un porcentaje que casi nadie lo hacía. Un cambio de vida radical, para un sector privilegiado de la sociedad que no tiene que salir si o si, para ganarse el pan de cada día.